Sé que viví todo aquello. A diferencia de otros recuerdos cuyo origen no tengo claro, ésos que no sé si son míos o me agencié de las narraciones que escuché, de las fotografías que vi o de remembranzas ajenas que incorporé a mi historia, estos otros están muy presentes en mi memoria. Y podría parecer absurdo que a pesar de las placenteras sensaciones que experimenté en aquellas ocasiones, tuviera el deseo de borrarlos de mi mente y de mi cuerpo.
Quisiera olvidarme de la primera vez que vi nevar o que viajé en tren, de la primera vez que estuve en París, o que me asombré con los colores del Caribe. Me llena de nostalgia que nunca más iré a París, ni me sumergiré en el mar, ni me montaré en una bicicleta y sentiré lo que sentí la primera vez que hice todo eso.
Que de ningún modo me asombraré como cuando, desde el puente de la Concordia sobre el Sena, vi por primera vez la Torre Eiffel y pensé que nada de lo que me habían dicho sobre esa ciudad era exagerado.
Que nunca más volveré a experimentar lo que en mi primer viaje de Acapulco: la sensación de pasar Tres Marías y Cuernavaca cuando el sol apenas comenzaba a aparecer; lo que experimenté al abrir la ventanilla del coche y verme envuelta en una sensación como de asfixia al sentir al aire caliente entrar trabajosamente por mi nariz. No sentiré esa masa de calor recorriendo mi lengua, mi paladar y mi garganta, como en aquella primera ocasión, ni se me llenará el pecho de emoción como cuando vi por primera vez el mar asomándose detrás de una curva.
Jamás me asomaré por la ventana y me sorprenderé al ver los árboles de mi calle vestidos de blanco, ni tendré la sensación de sentir la nieve entre mis manos y arrojarla al cielo, como la tuve por vez primera una fría mañana de febrero en la Ciudad de México.
No me inundará el orgullo como la primera vez que logré mantener el equilibrio en mi bicicleta, ni el estremecimiento que me brindó el acompasado pedaleo que me llevaba hacia delante, libre, surcando el viento.
Nunca más me sorprenderán los colores del mar Caribe, ni el olor de la selva chiapaneca, ni el estruendo de las cataratas, ni la majestuosidad de los Andes, ni lo sobrecogedor de los glaciares como cuando me llenaron los sentidos con su belleza por primera vez.
Atesoro estos recuerdos como algunos de los más memorables de mi vida y, a pesar del deseo de borrarlos de mi memoria, paradójicamente, quisiera conservarlos para siempre.
Alejandra Delgado S.