¿Piensas alguna vez en la muerte? ¿Crees que hay algo después de la muerte? A fuerza de vivir la muerte de otros tengo experiencia en el tema. Desde niña y a lo largo de seis décadas, experimenté de manera recurrente lo terrible y doloroso que es cuando alguien cercano desaparece. La persona simplemente se va, se quita y no la vuelves a ver, ni a oír, oler o tocar, aunque cierres los ojos y los aprietes muy fuerte o te concentres en su imagen. De pronto todo se acaba, la persona se esfuma de tu realidad; deja de estar en tus días, abandona sus cosas. Constantemente encuentras lugares u objetos que te hablan del ausente y hasta lo sobreviven por muchos años.
Ante semejantes pérdidas claro que pienso en la muerte. No puedo responder a ese gran misterio que es borrarse de la faz de la tierra; cuando de pronto todo se corta: paseos compartidos, maneras de ver el mundo, libros preferidos, hasta el hilo del mismo aire que se respira en una habitación. El otro se marcha para siempre; sin posibilidad de regresar a su cuerpo para vestir la sonrisa que conociste; su cara se convierte en un recuerdo. Nunca volverá a ocupar el espacio con la densidad de su figura, se desdibujan los gestos de tu memoria y se desvanece el amoroso volumen al que llamabas papá, mamá, Beba, Rafa o Joaquín.
Cuando cada uno de ellos acabó su vida, me replegué en soledad a tratar de conformarme y a entender que el contacto había terminado para siempre. Me produjo enojo, me agoté en reflexiones sobre los tiempos de Dios y en explicaciones de la inteligencia cósmica que no sanaron mi pena. Los ataques de llanto ocurrían sin pudor o previo aviso, en ambientes privados y públicos. Con la práctica me reconcilié con su partida y los retomé en sueños y fantasías; mis muertos pasaron así a ser fieles compañeros de la noche.
El brutal despojo de afectos ausentes, me llevó a imaginar un sitio para ubicarlos cuando se van. Pienso que llegan desconcertados a un lugar como el Restaurant Covadonga. Un amplio salón con música de grandes bandas, risas, ruido y ambiente familiar. El personal hace remembranzas desordenadas de su vida, platica con emoción la extravagante aventura de su fallecimiento; todos se arrebatan la palabra contentos por los envidiables e insospechados reencuentros. Los comensales descubren que se puede fumar, beber, charlar y pedir tapas hasta la eternidad. Deambula Marco Polo que interroga a Carlos Gardel; Calígula coquetea con Sor Juana; rusos degustan vodka mientras otros tocan el ukelele. En la barra están varios de los que abandonaron este mundo demasiado pronto.
Después de la muerte está el Covadonga, espacio, seguro, diverso, vital, amable, incluyente y desenfadado, en el que mis querencias me apartan una mesa. Mi padre abstraído juega dominó, su estancia en el lugar por más de medio siglo lo hace ser cliente distinguido. Mi madre elegante y popular en una interminable partida de canasta con las mismas amigas de siempre, tiene opción de visitar la mesa de sus padres y hermanas. Beba y Rafa se abrazan, gritan incrédulos y se ponen al día, pero ahora gozan de tiempo sin preocuparse por quien manejará a casa. Ambos reciben emocionados a Joaquín que está recién llegado. Nadie parte, ni se paga la cuenta. Veo a mis amores más jóvenes y relajados que cuando se fueron, lo cual me tranquiliza. La muerte ladrona de la vida me saludó desde la infancia. Le agradezco que con humor me metió en sintonía con ese grato lugar que nos espera al cruzar una alfombra luminosa, aunque pensar en mi propia llegada al sitio por esa iluminada pasarela lo dejaremos para otra ocasión.
Matilde. 27/02/2020