Confieso que siempre me ha encantado no hacer nada. Esta atrevida afirmación me hizo pensar en varias cosas: primero en el ocio y segundo en el perverso concepto del tiempo libre, que me hace asumir que el tiempo puede estar libre u ocupado. En el equívoco contemporáneo de calificar su uso, se olvidan las diferentes ideas y percepciones que prevalecen sobre Cronos en culturas ancestrales de oriente y occidente; la infinidad de visiones sobre tiempo y existencia son objeto de una reflexión profunda y de un análisis comparativo en el que por el momento no me detendré.
En cuanto al ocio, desde el momento en que nacemos estamos atareados; al existir ya hacemos algo. Respirar y dejar que las funciones del cuerpo ocurran, al estar parados, acostados o sentados; caminar, sonreír, contemplar y portar una cabeza con un cerebro que rara vez se abstrae del mundo cuando circulamos despiertos, a menos de que se cultive el grato hábito de la meditación. En los elementales desafíos biológicos de la vida, siempre nos encontramos ocupados.
Con los años, no sólo logramos sobrevivir; aprendemos sin tregua habilidades para funcionar socialmente, ser competentes y competitivos. De pronto si corrimos con la suerte de insertarnos en el mundo laboral, llega el día en que exhaustos escapamos de lo que se espera que hagamos, derrotando al yugo del deber ser. Lo planteamos ante situaciones límite en los escenarios laborales, por edad o cuando existe la posibilidad de resolver nuestra viabilidad económica. En todo caso, está mal visto traicionar trabajo, oportunidades, renunciar a la desquiciada y alienante persecución de metas y objetivos, derrochar talentos y cambiar para no hacer nada; si se supone que parte de la felicidad se encuentra en el éxito y la realización profesional.
¿Cómo apartarnos de cumplir las obligaciones que aprendimos desde niños y movernos de lugar para no explicarnos a partir de ellas? ¿Cómo dejar de vivir en función del reconocimiento de los otros, que se obtiene generalmente por lo que hacemos y no por lo que somos? ¿Cómo darnos permiso para cambiar a una narrativa de conciencia y buscar un buen vivir elegido?
Mucha atención, ya que en la aventura de no hacer nada, el personaje más implacable es uno mismo. Ese superintendente del éxito que llevamos dentro, la voz interior que trae reloj checador y busca sindicalizar nuestro propio destino. En un primer momento se enfrentan sentimientos de culpa; nos persigue el flagelo de la autoindulgencia y el fantasma de la cobardía.
La ruptura para salir del ruido de la meritocracia, hacer un alto y decidir bajar del tren que camina a toda velocidad puede ser doloroso y osado. Implica establecer otras prioridades; reaprender a disfrutar, necesitar menos; rechazar mandatos, construir una nueva aproximación sobre el tiempo libre, permitir que pasen las horas sin hacer algo socialmente “útil” o desafiar lo que esperan los demás que hagamos para satisfacer sus expectativas y hasta sus necesidades.
Deslizarnos lentamente sobre el quehacer cotidiano implica liberar al momento presente que estaba secuestrado, alimentar la curiosidad, imaginar, sorprendernos, sentir y desempolvar pasiones.
En mi propia experiencia, luego de esconder la cabeza como avestruz, desorientada y en medio de la confusión respiré profundo y empecé a acariciar el ocio. Descubrí que las horas del reloj se marcan diferente y duran lo que yo decida, el tiempo cobra elasticidad. Imprimir de nuevos contenidos al “no hacer nada”, dio otro significado a la tarea de sentirme ocupada: de pronto tengo una fabulosa invitación para construir mi agenda personal.
Me inicié en el aprendizaje del ocio y lo reconocí como forma de explicarme a mi misma. Ahora la pregunta de qué hago me convierte en plácida habitante del lugar en donde el tiempo deja de estar libre u ocupado y la vida transcurre de manera integral, sin prisa. En el ocio, las horas luz del día se derrochan a voluntad en un continuum con la noche: una mágica secuencia que visibiliza lo simple. En el no hacer nada, todo adquiere sentido.
Matilde GV.
3 de diciembre 2020