Escribo en cuadernos, en la app de Notas de mi celular, en mi computadora, en las páginas de cortesía de los libros, en papelitos, en hojas de papel bond, en postits, en el reverso de tikets de compra, en las hojas vacías de agendas en las que no registré ninguna actividad.
Escribo cuando estoy en el baño, o acostada en la cama; me detengo un momento en la calle y escribo una nota en mi celular. Escribo sentada frente a mi mesa, subo la mirada y veo por la ventana las casas vecinas, la mujer que sale a tender al sol la ropa, los niños jugando basquetbol, el edificio en construcción que detuvo su camino a las alturas durante la cuarentena, que comenzó a funcionar cuando el semáforo se puso en naranja, y se volvió a suspender cuando dos de sus trabajadores murieron luego de que les cayera encima un montón de material. Escribo mientras otros mueren, mientras otros ríen, mientras esperan, olvidan, buscan.
Escribo sobre mi colección de gallos, sobre los mercados de la ciudad en la que vivo, sobre la impuesta obligación de ser felices, y también sobre mi cuerpo y sus memorias. Escribo sobre lo que tengo cerca: la gente que quiero y quise, las calles por las que ando, las cosas que pueblan mi mesa de noche. Escribo sobre los cines a los que fui de niña, sobre mis visitas al dentista, sobre las cartas que mi abuelo le mandó a mi abuela en plena Revolución mexicana. Escribo acerca de lo que me da miedo y lo que me da gozo. Escribo sobre mis recuerdos.
Me acuerdo cuando quería viajar para escribir cartas. En particular, escribirle a él, a quien me daba miedo hablarle. Me sentía enamorada, profunda y platónicamente enamorada. Su oficina era la primera del pasillo, a mano izquierda. La mía estaba del lado contrario, a dos puertas de la suya. Cada vez que iba por café, al baño o acudía al llamado de mi jefe, pasaba por su oficina. Él casi siempre trabajaba con la puerta abierta. Si tenía suerte, lo veía con la mirada clavada en el papel, leyendo, corrigiendo. A veces, al pasar, él levantaba los ojos y me veía verlo. Yo sentía cómo mi respiración se aceleraba, mi corazón latía desbocado, mis pupilas se dilataban. Bajaba la vista y apuraba el paso avergonzada.
Ciertas mañanas, al ir por mi taza de café me atrevía a ofrecerle llenar la suya. Mi recompensa era un ratito de conversación sobre los libros que estabamos leyendo o los discos que nos gustaban y aunque eso me hacía muy feliz, no dejaba de ponerme nerviosa.
Y quería irme de viaje para escribirle cartas y que no viera que me temblaban las manos, que me sudaba la frente. Para escribirle que estaba caminando en una calle mojada por la lluvia y que pensaba en quienes había dejado atrás; para confesarle desde lejos que en realidad, pensaba en él.
Escribo para confesar mi amor.
Alejandra Delgado S.