Miro por la ventana mientras termino mi taza de café. ¿He de tomar menos café? ¿Será que la cafeína es la causante de los gordos que se me hacen en la cintura, arriba de las nalgas? ¿O del insomnio que se me cuela en la cama y me despierta todos los días entre las 3:28 y las 3:32 de la madrugada? ¿O del ardor gástrico que se calma solo con un buen trago de antiácido?
Últimamente he adquirido nuevos hábitos que tendría que haber adoptado mucho tiempo atrás, como mis ejercicios de cuello y hombros para aliviar la contractura que me aqueja hace años. Tomar un vaso de agua con limón no es novedad, pero sí lo es hacerlo después de raspar mi lengua con un limpiador de cobre –recomendación de una amiga de la India que practica la medicina Ayurveda, y que me aseguró que con esa simple operación lograré una vida más sana–, tomar una cápsula con 5 mil millones de probióticos y una cucharada de miel mezclada con jengibre y cúrcuma.
Así que bebo mi café como hace más de treinta años, pero ahora con un cuerpo alcalino y una lengua reluciente. Miro por la ventana y veo las casas de mis vecinos, al levantar la vista, un exuberante fresno me regala su verde brillante que contrasta con el cielo azul de la mañana. Más allá, veo los edificios de la avenida y la construcción forrada de negro que espera la vuelta de los trabajadores para seguir creciendo.
Un perro ladra de manera permanente. Me pregunto qué le pasa, estará enfermo, tendrá sed, en dónde están sus dueños. ¿Sólo a mí me molesta su ladrido que no cesa durante horas y horas? Quisiera abstraerme de los ruidos, sobre todo de su lastimero llamado, pero no lo logro. No me ayudan mis respiraciones, ni la orden que le doy a mi mente: déjalo pasar, no te lo apropies. Nada, no funciona. Inhalo profundo y resignada sigo bebiendo mi café.
De pronto, un negro pensamiento se me instala en todo el cuerpo: me abruma pensar que la vida volverá a la vieja anormalidad y nosotros a ella, con careta y cubrebocas, y que yo me recriminaré no haber arreglado el closet del cuarto de servicio, no haber pasado en limpio los apuntes del curso que tomé, ni haber corregido los textos del libro que se supone estoy escribiendo. Darme cuenta de que en realidad fue muy poco lo que escribí y que mi escasa concentración me permitió leer un par de libros en todo este tiempo.
Entonces me agobia saber que el ruido comenzará a aparecer allá afuera, que pronto oiré de nuevo a los niños de la escuela cantar el himno nacional los lunes, aunque sea solo a aquellos cuyos apellidos empiezan con la a, la b y la c. Que las bandas de música callejeras y los solistas se irán poco a poco y que yo no hice una limpieza profunda del congelador y que ahí está aun la carne con la que, desde hace semanas, pensé preparar un salpicón. Que se escucharán de nuevo los martillazos emanando de la obra de la esquina y que yo no me hice con el hábito del ejercicio, que volveré a la calle con varios kilos de más, que no me habré deshecho de los triques y que no aprendí a hacer Quiche.
Me percato de que detrás del gozo que me produce la vagancia, se esconde el germen de la culpa, del arrepentimiento por no haber aprovechado fecundamente el tiempo.
Me detengo un momento y descubro una hoja en blanco que me invita a escribir la apología del ocio; una grieta que me conduce a apostar por la contemplación. Por el descubrimiento de la pausa, el no hacer, el solo estar. O el logro de un hacer y estar distintos, sin las obligaciones de las que mis privilegios me eximen: que alguien dependa de mí, una deuda económica, un contrato por cumplir.
Ese hacer nada que significa hacer lo que quiero, no lo que creo que debo, no lo que me han inculcado los deber ser del mundo de la productividad y el consumo. Ese hacer que no implica buscar el reconocimiento de otros, ese estar que no compromete su forma ante lo que dicta el afuera. Ser y estar sin que me arrastre la necesidad de tener.
Aprender a reducir lo que necesito para no llorar por no conseguirlo. ¿Necesito una casa más grande, necesito un viaje más lejano, necesito más cosas?
Logré escapar de una rutina laboral que me ahogaba entre tres paredes y un ventanal por la que veía pasar la vida. Y hoy, al otro lado de la ventana, en esta pausa planetaria, intento dar el siguiente paso, y otro, y otro más, hacia aquello que soñaba estando ahí dentro: estar en la vida, solo estar en la vida. Sin prisa, sin expectativa, sin ambición. Aprender a asumir el aburrimiento, a apropiarme de la haraganería y visualizarla como madre de todas las posibilidades. A dejar sueltos los hilos con los que sueño controlarlo todo.
A veces siento que ya domino el caminar por esa vereda, pero lo cierto es que tropiezo a cada rato. Entonces me levanto del sillón y corro por un trapo, pego un botón, preparo sopa. Solo entonces puedo volver a la ventana para ver las nubes blancas que pasan despacito y me lleno de contento.
Algún día, antes o después de que en los mapas del mundo todos los semáforos se pinten de verde, espero que mi ambición se centre en mirar por la ventana, café en mano, dejar pasar los ladridos de los perros y que ninguna exigencia me susurre al oído.
Alejandra Delgado S.