“Lo único que me hace seguir anotando los días en estos cuadernos es el intento de encontrar un sentido que quiebre la opacidad de las horas sin huellas”
Llegamos a la casa de campo el día 20 de marzo de 2020, Desde esa fecha capicúa inventamos una manera diferente de organizar las horas para encerrarnos en una cuarentena involuntaria y evitar el contagio de la pandemia anunciada. Hemos tenido la precaución de no introducir el tiempo en una pecera o convertirlo en una sucesión de minutos sin personalidad, para no condenarnos a rumear sobre la dramática situación mundial que se vive en este Año de la Rata.
El primer paso fue reconocer la importancia de dar sentido a los días y tomar conciencia de que son finitos. Fue necesario apelar al optimismo, evitar la indiferencia y tirar una red para atrapar segundos de manera constructiva, en vez de convertirnos en rehenes incapaces de decidir cómo utilizar este aislamiento.
La experiencia de peste y caos nos convierte en custodias del tiempo para quitar poder al péndulo que nos mueve entre la vida y la muerte. Nos volvimos obsesivas del presente; guardianas celosas del minutero y amantes fieles de las horas que en este encierro aún nos pertenecen. El antídoto ante el rigor de los segundos fue olvidar el reloj y el celular; esconderlos y establecer referentes y numerología propios para transitar por el día y la noche.
Describo en estos apuntes un paréntesis favorito en este exilio. La rutina que permite circular fácilmente sobre las horas en esta nueva circunstancia inicia en cuanto tomo el sombrero y me sumerjo en el jardín. El pasto invita a flotar en una nube verde; impulsa a tocar las plantas del entorno que crecen desde el centro de la tierra. En tiempos de calor y estío hay hojas y ramas que eliminar. Me entrego a una poda sin tregua que me abstrae del mundo. Experimento el enorme placer de cortar y desramar flora y arbustos de especies diversas. La repetición de movimientos blinda un espacio de reflexión que simultáneamente abre una burbuja en la que podo hasta mi propia vida. En esta tarea, siento el sudor que corre; me concentro en el momento y reviso al mismo tiempo pensamientos y miedos que salen como escombro; un desahogo de lo inútil.
El contacto con la naturaleza estimula; bajo un sol incandescente hasta el polvo parece dulce. Los alicates de jardín se baten en implacables movimientos rítmicos hasta dejar sólo lo verde; aquello que florecerá con las primeras lluvias.
Lleno la carretilla de basura y arrastro todo a la composta. Entrego energía a las lombrices, entierro incertidumbre y enojo por los que nos gobiernan, por los enfermos, y por los que no se cuidan. En este acto, devuelvo a la tierra ansias e ideas fallidas en una meditación perfecta que me vacía.
Un empujón de los perros juguetones nos regresa a la realidad. Camino ligera a casa para beber agua, los gatos observan acalorados, sin alterar el espacio. Encuentro en la puesta de sol un testimonio de las horas que logré derretir con trabajo al aire libre. Por la noche, me preparo para vivir esta batalla en soledad y dormir con vientos de peste. Comparto la vivencia en este cuaderno con la certeza de que cuando salga del encierro, nada será igual, tal vez ya ni el Año de la Rata.
Matilde GV.
Miércoles 8 de marzo. Era Covid16.