Transcurrieron semanas en las que, desde el jardín, veía de lejos las poderosas montañas. A veces, aunque no las mirara, sentía que ellas me observaban. Majestuoso a mis ojos, Monte Alto se asomaba como un imponente pliegue del mundo. Pasaron un par de meses en los que nos sedujimos a la distancia. Desde el inicio del confinamiento, se quedó sin visitantes y yo perdía la capacidad de interactuar con otros; los dos intuimos que nos urgía acercarnos.
Una calurosa tarde de primavera, al empezar a imaginar cómo convivir con el Covid19 -que se instaló en este capítulo de la historia de la humanidad sin fijar una fecha de partida-, nos concentramos en tender lianas e imaginar maneras de sobrevolar y transitar escurridizas entre los monstruosos tentáculos del virus.
Decidimos convocar a las vecinas: andar separadas en fila india, tres o cuatro personas y ensayar un nuevo formato de encuentros y tertulias al aire libre. Acordamos cita en el atardecer para iniciar el acenso a Monte Alto; recorrer espacios vacíos y caminos cubiertos de hojas secas como pistas para deslizarnos por las laderas de tierra árida, agrietada y lastimada por los incendios.
Aventurándome en silencio a la cumbre más lejana bajo un sol abrazador, di los primeros pasos para romper la tregua que marcó la cuarentena, Pájaros sorprendidos y curiosos acompañaron la caída de la tarde. La solitaria experiencia y el cálido y polvoso recibimiento nos invitaron a repetir una y otra vez la hazaña.
Partir sin rumbo ya que ese lo define la montaña, como anfitriona y gran señora de cada visita. Íntima del viento, hogar de rocas y troncos y guarida milenaria del eco, se reserva el derecho de elegir la ruta sin preguntar. Presente en el trayecto, compañera mágica y juguetona: reta en las subidas y exhibe en las bajadas. Se divierte cuando me lleva dos o más veces por la misma vereda y nota confusión. Entiende el lenguaje de mis pasos y amorosa conserva los jeroglíficos que sobre ella trazan mis cansados pies.
Cambian las estaciones y sin avisar, estrena un suntuoso traje verde; bebe toda el agua del cielo y a capricho modifica los horarios de visita. Ahora merodeo al amanecer, cuando me quiere compartir el olor a mojado, se cubre de neblina y exhala vapores que los rayos del sol convierten en arcoíris. En las caminatas de la temporada de estío poco a poco muestra secretos insospechados: se hace acompañar por pequeños guardianes; hongos de colores que escoltan las rutas y acentúan el encanto hechicero del bosque húmedo.
Amiga generosa que acoge con un abrazo y da la bienvenida a sus suelos; su territorio invita a orar por enfermos y dolientes, trae a mis muertos y es testigo de nostalgias. Por la mañana permite respirar del aliento de los milenarios árboles que la cubren; me recuerda que juntas estamos más vivas. Con ella aprendo que, desde la soledad, aún puedo caminar y volver a surgir.
La sabia montaña invita a vagar para recuperar centro, regresar a lo básico y acentuar la confianza. En los andares no juzga ni cuestiona, despierta sensaciones dormidas, comparte escondites y refugios para contener las peores pesadillas. En el paseo sin rumbo me hace sudar, en la intimidad del camino las dos platicamos de nuestros miedos. Se confirma que tampoco importa la ruta pues finalmente perdernos se convierte en un imposible. Las visitas me calman y regalan la certeza de que se puede salir de nuevo. En su cima descubro que la pandemia también deambula sin dirección
Hace poco la montaña hizo una confesión: llorando dijo que prefiere los días de confinamiento pues en tiempos normales muchos la ensucian y cortan sus árboles. Me comprometí a hacer algo, aunque por las noches sin que vea, con profunda tristeza me siento rebasada por la maldad que la invade, agrede y atemoriza, pero le hice una promesa que con devoción y lealtad voy a cumplir.
Matilde. Julio 2020.