Desde que me acosté esa noche, supe que tenía que estar alerta. Siempre me he sentido atraída por los búhos: observadores silenciosos y sabios guardianes de la noche. Sus ojos carecen de movilidad, y por eso giran su cabeza.
Casi no descansé, tan solo transité por horas de sueño muy ligero; al final nunca sabré si a las cuatro treinta de la mañana cuando sonó la alarma estaba despierta y me levanté, o simplemente me di la vuelta y seguí en la cama dormida para recrear vuelos y encuentros con pájaros. Fue una noche mágica, la vigilia generó tremenda confusión, fue difícil distinguir entre la realidad y la fantasía. La única certeza era que tenía una cita ineludible en la profundidad del bosque para observar búhos al amanecer.
Me vestí con varias capas de ropa para resistir el frío. Usé un chaleco forrado, gorro, añadí bufanda y guantes; hasta llegué a temer que tantas prendas serían un agobio en el trayecto de subida al cerro, ya que nos esperaba un recorrido de por lo menos ocho kilómetros. Pensé que era tan temprano que podría quitarme la ropa y tirarla una por una a lo largo del camino y de regreso la recuperaría sin problema ya que a esa hora nadie emprende caminatas.
Tomamos el coche para cruzar el pueblo. En medio de la neblina sólo vimos un auto andando, que según yo iba sin conductor; encontramos a un hombre en una banca de la plaza y nos topamos al final del empedrado con la silueta de un fantasma que vagaba desorientado.
Llegamos puntuales al lugar de la reunión: un estacionamiento al pie de la montaña. Nos esperaba el osado grupo integrado por cuatro amigas y tres excitados perros. El distintivo de todas fue una lámpara de minero en la frente, fácil de graduar para evitar deslumbrarnos entre nosotras al iluminar el sendero.
Iniciamos el ascenso en fila india. Se requería marcar cada paso con decisión y pisada firme; dominar el miedo hasta incorporar los sonidos de la noche, acostumbrar el oído al ruido del viento, identificar perfectamente el escándalo de los perros y reconocer el crujido de las hojas con sus zancadas.
Al irrumpir en la soledad de la montaña en busca de tan magníficas aves nocturnas, el corazón me latía acelerado. Concentrar los sentidos en el anhelo de cruzar la mirada con un búho resguardado por la copa de los árboles. La noche nos regaló luna menguante, cielo estrellado y un luminoso rojo del planeta marte que se encontraba en uno de sus días más cercanos a la tierra. Al alcanzar una buena altura en el monte, decidimos apagar las linternas durante largas pausas para adentrarnos en la penumbra.
De pie, el cuerpo inmóvil sorprendido por un aire helado que se colaba en mi cara a través del pañuelo, entre neblina intermitente cargada de gotas de rocío; sobre nuestros pequeños cuerpos se adivinaban enormes siluetas de árboles meciéndose lentamente en un silencio total. En esa quietud sentí correr por debajo de mis pies agua de ríos subterráneos, escuché borbollones de manantiales y reconocí la fuerza de su cauce al abrir paso en el fondo de la barranca.
Andando sigilosa para encontrar la mirada de unos ojos grandes y estáticos en la copa de los pinos, nos sorprendió el canto del pájaro corcowi, que reproduce su nombre en los sonidos que emite, nos acompañaron también ruiseñores para recibir el amanecer.
Estoy segura de que en esta ocasión los búhos anfitriones de la noche nos vieron y reconocieron; con eso fue suficiente. Posiblemente la próxima vez nos permitan mirarlos y ya con mayor confianza, podamos platicar. Buscar búhos es una aventura que me conecta respetuosamente con la naturaleza, detiene al mundo y sobre todo me llena de paz.
Matilde. Octubre 2020