Tengo un temor grande que me oprime el pecho, que me revuelve el estómago, que me provoca dolor de cabeza. Tengo miedo de no estar a su altura, de no saber cómo cuidarlas, alimentarlas; de si hablarles o dejarlas a su aire. Me siento como esa madrastra inútil, que pone su sonrisita finjida cuando los hijos de su marido llegan a pasar el fin de semana con ella. Queriendo quedar bien, no hace más que importunar con preguntas anodinas, comida que a nadie le gusta, sugerencias fuera de lugar o comentarios que no son más que clichés que ponen de malas a los hijastros en cuyas caras no se ocultan las muecas de impaciencia o enfado.
Siempre he tenido muchas plantas; me gusta ese verde particular de cada una, el frescor que le impregnan a los rincones, la vitalidad que contagian. Y siempre las cuidé, hasta que llegó Juanita a ocuparse de las tareas domésticas mientras yo trabajaba fuera de la casa. Entre las labores que asumió estaba la atención a las plantas, que ya por esas épocas eran muchas. Ella se encargó de agrandar mi jardín interior regalándome las violetas africanas de varios colores que siguen floreciendo de tanto en tanto, rodeadas de hijas, nietas y hasta bisnietas.
Tengo plantas de todos tamaños; unas conviven armoniosamente con el lavadero y el calentador en la zotehuela: el Ficus que alguna vez pensé dejar morir, una Galatea de hojas grandes y rayadas que, según dicen, es venenosa; un Espárrago cola de zorro caprichoso que comparte su maceta con una pequeñísima plantita mestiza; y la Aralia Elegantísima, larga y espigada que ya llegó al techo.
Ellas están bien, están todas bien, tranquilizo a Elena cuando me llama para preguntarme cómo va todo. Cuando llegó a ocupar el puesto que Juanita dejó vacante, se armó una revolución entre las plantas: unas se pusieron en huelga de hambre y murieron casi de un día para otro; algunas se mostraron indiferentes, mientras que otras le ofrecieron a su nueva cuidadora su mejor sonrisa. Al cabo de varias semanas, todas se acostumbraron a la voz y los pródigos cuidados de Elena, que las saluda, las chulea y les cuenta historias dos veces por semana.
Hace meses que la pandemia nos obligó a modificar la vida. Con todo el dolor de mi corazón y de mi espalda baja, le pedí a Elena que se quedara en su casa y no se expusiera al virus mortífero que pululaba y sigue pululando en el planeta. En la llamada no le cuento que estoy preocupada por algunas plantas, no por los nobles Teléfonos que, colocados en varios floreros y macetas, tan independientes, tan indiferentes a mi presencia, parecen estar siempre bien y no envejecer nunca. Tampoco me quitan el sueño la Mala madre que, como siempre, avienta lejos a sus hijos, ni el Sapito que se va a dormir cerrando sus hojas, ni los Anturios con sus flores rojas en forma de corazón. Todos ellos gozan de cabal salud.
Me guardo la pena de decirle que me desvelan la anciana Pata de Elefante, ya que un par de días atrás se dobló el majestuoso penacho de hojas que la coronaba; la Citronela que llena de perfume mi lugar de trabajo cuando le corto las hojas secas y amarillas que se me deshacen entre los dedos; la Monedita trepadora que se bajó de la pared y se niega a subir de nuevo. Un bonsái que llegó a mi vida hace más de quince años, que tira cada día una hojita. Las Suculentas, que comencé a admirar gracias a la amiga que las cultiva con amor en Huixquilucan. Los Cactus, la Garra de gato, la Bromelia, la Chelflera, que lucen tristes, por más que les hablo, por más que las guapeo.
¿Deberé guardar silencio y darles tiempo? ¿Notarán la inseguridad con la que me acerco a ellas? Dudo, me pregunto, ¿es demasiada agua o es muy poca? ¿Les pongo fertilizante, remuevo la tierra? ¿Les cantaré? ¿Les estará afectando el cambio en la luz que reciben debido a las persianas nuevas? ¿Estarán en crisis? ¿Extrañaran a Elena? ¿Ya no me quieren?
Alejandra Delgado S.